Maestra: ten cuidado con ese palo, puedes golpear a alguien
Niño (con un palo en cada mano): mmmmm, no, no golpea
Maestra: mira, acabas de golpear a tu compañera en la cabeza
Niño: ahhh, fue este otro palo, es que este sí pega
Maestra: como así...
Niño: es que no todos los palos pegan
Este momento de año generalmente se nos presenta como un momento de cierre, conclusión de procesos, retroalimentación, intercambio y mucha reflexión.
En la experiencia del nido (hablando desde mi propio punto de partida), a veces resulta difícil pensar en un aspecto de la cotidianidad, del aprendizaje o de la práctica pedagógica que no involucre todo lo demás. Por eso las conversaciones que empiezan por qué tipo de material ofrecer en una experiencia específica, a veces terminan en cuestionamientos acerca de la relación entre el lenguaje y la conexión con la naturaleza, por dar un ejemplo. Nada que hacer, en este trabajo hay algo que nos invita a pensar siempre en función de la pauta que conecta, para usar la palabras de Bateson, cuando habla de la estética.
Todo esto para traer a la conversación algo que, a propósito de los cierres y las conclusiones, ha estado muy vivo en mi día a día. Estoy hablando de la pregunta por la disciplina y los límites. Y es que ya que lo estoy escribiendo, creo que este es uno de los hitos presentes en mi propio proceso de aprendizaje a lo largo de estos meses.
Sobre la disciplina debo confesar que es un tema que me inquieta profundamente, y lo digo desde un espacio de mucha vulnerabilidad. La idea de convertirme en un agente de control, y mi relación con los niños y familias en un ejercicio de poder, me genera mucho temor. Tal vez deba aclarar que mi primer acercamiento a la disciplina se dio desde la teoría social postmoderna (yo sé, parecería que no tiene nada que ver).
Pero con el paso de los años, a través de la práctica en la escuela, he aprendido a resignificar el término disciplina, y ahora puedo entender que en este contexto es un proceso y un diálogo que el niño y el adulto sostienen desde el respeto, el cariño y la generosidad. Puedo hablar como maestra y como mamá, sé que esta no es una tarea fácil, además no termina. Es un camino de autoconocimiento, frustración y a veces de mucha culpa, pero también de conexión y transparencia.
Y casi que respondiendo a mi pregunta por cómo crear ese espacio de diálogo, hace unos días, en medio del caos del salón en la hora de sueño, hambre y cansancio, un niño se me acercó llorando después de empujar a otro. Yo también estaba cansada y elegí no reaccionar, solo esperé a que me dijera algo. Me pidió un abrazo y me contó que había empujado a alguien. En ese momento le ofrecí contención, lo abordamos con el otro niño y ellos se fueron a jugar juntos.
Yo, por otra parte, tuve que hacer una pausa para asimilar lo que había sucedido, y entendí que acababa de recibir una lección muy importante. La palabra que resuena en mi cabeza es suavidad. La disciplina como conquista de la suavidad. Suavizar las tensiones para poder llevar la atención al respeto por los demás y a los acuerdos que hacemos como grupo, suavizar para escuchar y ser escuchados. A esto también podemos verlo como empatía, pero la idea de la suavidad me ofrece una imagen concreta, e incluso un referente físico de conexión que me aleja de los juicios y el afán de de reaccionar.
No me cabe ninguna duda, los límites son fundamentales y hasta una manera de expresar cariño y atención, la estructura es necesaria, el respeto no es negociable. Y en este orden de ideas, la suavidad puede que sea una estrategia poderosa para lograr una pedagogía más empática y generosa.
Autora: Catalina Avellaneda, antropóloga y maestra de Nido