En redes sociales me encontré con un video que me invitó a reflexionar. Le preguntaron a tres generaciones (abuelos, padres, hijos) de varias familias, qué es lo que más les gustaba hacer de niños. Las respuestas de las dos primeras generaciones estaban llenas de anécdotas y aventuras con un mismo factor común: jugar afuera. Lo sorprendente, bueno ni tanto porque ya todos conocemos los intereses de los niños de hoy, fue la respuesta de los hijos y la cara de decepción de los padres y abuelos cuando estos mencionaron que les apasionan los videojuegos y cualquier otro dispositivo móvil con pantalla e internet. Es decir, ninguno de los niños entrevistados habló de salir a jugar.
Algunos expertos hablan del tema como horas pantalla y recomiendan a los padres a qué edad y cuánto debe ser el tiempo que los niños pasen frente a una pantalla, esto incluye televisión, celular, tablets, computadoras y consolas de juego. Esto porque ya se ha visto consumo extremo de horas pantallas en niños muy pequeños.
Esto es verdaderamente deprimente. Como niña hiperactiva que fui y que disfruté montones salir a jugar, tener amigos en el barrio, correr durante los recreos de la escuela, mi castigo generalmente involucraba no poder salir a jugar. Y no me considero una mamá “anticuada”, si apenas tengo 31 años y tengo muy frescos los recuerdos de ir en expedición con mis amigos en busca del mejor árbol del barrio para construir una casa en el árbol, o de la ansiedad que generaba hacer “pócimas mágicas” en la escuela mezclando goma líquida y cualquier otra cosa que pudiera generar una mezcla inesperada.
Pertenezco a la generación que fuimos testigo de ese cambio tecnológico que definitivamente hizo que mi adolescencia fuera muy distinta a la de mis padres con la llegada de los emails, internet y los famosos chats.
Así como agradecí poderme comunicar con mis amigos por celular, algo mucho más privado y sin límite de horarios que llamar al teléfono de la casa de alguien con el infortunio de que conteste la mamá o el papá del hogar. Qué bien por la tecnología, no debemos satanizarla si está ahí para comunicarnos, para tener disponible la información en nuestras manos, pero ¿será que vino para robarse la infancia de nuestros hijos?
Creo que como padres tenemos la gran responsabilidad de fomentar el balance entre salir a jugar en grupo y quedarse jugando solo en compañía de la computadora, tablet o celular. Si nosotros disfrutamos tanto de bajar frutas de los árboles, de pasar por los charcos en bicicleta y de los raspones de las caídas en el zacate después de tirarnos en cartón por una loma, ¿por qué nuestros hijos se van a perder de esas aventuras maravillosas? Si no las han experimentado pues por supuesto que van a preferir quedarse en casa con su fiel compañero portátil.
¿No han pensado acaso que esa infancia y esos recuerdos nos marcaron tanto que probablemente escogimos nuestra carrera profesional a raíz de esas experiencias? En lo personal, llegué a mis 17 años a pensar en ser arquitecta por lo que me encantaban las casas de los árboles, en querer ser sicóloga para ayudar a los demás con sus problemas, y fue mi interés por las “pócimas mágicas” que me llevó a la pasión por la química y a estudiar Ingeniería en Alimentos, carrera que de niña nunca conocí.
Yo sé que ahora como padres estamos interesados en el futuro académico y profesional de nuestros hijos, incluso desde antes de concebirlos. Y no está mal, pero ¿qué tal si nos interesáramos también por el futuro emocional de ellos? Las clases de inglés y mandarín, así como las de violín o robótica, les van a servir a generar más conexiones neuronales pero no necesariamente las conexiones sociales y afectivas que realmente se requieren en la vida para triunfar y ser personas verdaderamente exitosas.
Si me preguntan como madre ¿qué es lo que quiero para mi hijo?, pues muy sencillo, que sea feliz y que pueda hacerle frente a la vida y sus problemas. Porque seamos honestos y no tanto pesimistas, todos tenemos problemas y obstáculos por superar, pero ¿dónde matriculo a mi hijo en ese tipo de clases “after school”? Creo sinceramente que la respuesta está en el juego libre, en fomentar la imaginación y la creatividad y así mismo la independencia de los niños, porque los padres no vamos a estar ahí a su lado toda la vida para resolverles los problemas.
Como dijo alguien por ahí, muchas de las profesiones a las que se dedicarán nuestros hijos el día de mañana no las conocemos aún. ¿Por qué no entonces dejarlos jugar y desarrollarse al aire libre como lo hicieron nuestros padres y abuelos sin la presión académica que existe hoy en día? Al fin y al cabo la información que necesiten ellos a futuro estará disponible a un click de distancia, la diferencia estará en quién pueda obtenerla más eficientemente y pueda usarla mejor, y definitivamente no hay clases que enseñen a los niños a pensar fuera de la caja de forma diferente a la gran mayoría. Dejemos que los niños sean niños ya que de adultos serán personas mucho más integrales y exitosas. Hagamos un balance entre las horas pantalla y las horas jardín.
Escrito por: Viviana Fernández, madre de familia en Bellelli